Es una época particular.
Probablemente esta particularidad ha sucedido en la historia con los enromes
choques culturales que significaron las conquistas. Esta época es particular
entre esas particularidades, porque es un descubrimiento de los otros de manera
masiva y global. Todos sufrimos una conquista y no sabemos contra quién dirigir
la hostilidad que se siente ante la agresión de la llegada del extranjero que
viene a despojarnos. Y como antes, pero aún peor, el conocer al otro, con sus
relatos, con sus tradiciones, con sus versiones de la vida, algunas semejantes,
y muchas tan disímbolas, nos hace preguntarnos “¿Quién tiene la razón?”. Ante
tantas realidades que conocemos profunda o superficialmente, ajenas para poder
hacer una crítica como la hacemos ante las propias creencias, si pensamos, y lo
hacemos bien, podemos llegar a un par de conclusiones: “Todos tenemos razón” o “Nadie tiene razón”.
Es un mundo
confuso y la tendencia posmoderna es a mostrarse pesimista y escoger de las
miles de versiones nuevas que se despliegan a nuestros ojos mentales, la que
creemos más racional, pero también la más trágica. Este caos cultural genera
dolor, angustia y confusión. La promesa es que entre tantas versiones de la realidad,
sin importar la que escojamos, la probabilidad dice que escogeremos la
incorrecta, pues las realidades son incompatibles. Lo propio produce
seguridad, lo ajeno, incertidumbre. Sin embargo, nuestra desconfianza a nuestra
propia sabiduría y a la de las raíces que compartimos con nuestros ancestros,
aunado a la brillantez de lo ajeno, provocan que dudemos de lo propio y
tratemos de abrazarnos a lo que profesan los otros por querer profesar lo
correcto y sensato. Hacemos una apuesta por la verdad más verdadera con una
consciencia muy oculta de que no es posible poseer la verdad absoluta. Yo
tiendo a plantearme la versión más pesimista para no esperar la mejor y quedar
defraudada. He llegado a creer que el caos y la confusión es lo racional, que
cuando veo las cosas sin sentido, veo la fibra misma de la realidad. El caos y
la confusión me lo provocan la tensión entre “todos tienen razón” y “nadie
tiene razón”. He creído que todo tiene el más desafortunado de los comienzos y
finales. Sin embargo hay una vía, una salvación del caos, y esa es regresar al punto donde las cosas
generaban seguridad. Tras la consciencia de los otros no se puede regresar a un intransigente
“yo tengo la razón, los otros están mal”. Tras la consciencia del otro no se
regresa a nunca a la nulificación de narraciones distintas a la mía, sin embargo puedo decir, yo tengo razón. Yo tengo una cultura, tengo un lenguaje, tengo una religión,
tengo una ética, tengo una forma de ver la vida, de hablar, de moverme, de
entender el sexo, de ver lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. Yo tengo
razón. Mi compás de la interpretación que hago de la vida no debe ser las
interpretaciones de los demás, sino lo que los propios huesos y entrañas
reclaman. La pregunta es: “¿Qué necesito pensar?”. Una pregunta que no se hace
para adormecer la consciencia, sino que desde la consciencia de lo múltiple, afirma
lo propio como verdadero, como un camino personal de vida que me es natural,
que no me genera angustia, ni caos, ni dolor, no me violenta. No quedo
paralizada, sino motivada a seguir indagando el sentido de la vida desde mi
gozoso marco contextual. Es pensar que mi horizonte cultural me ofrece las
herramientas posibles para llegar tan lejos como quiera llegar, para entender
la vida misma de manera universal y lo más humanamente completa. Me enfoco en
lo mío, en lo único en lo que puedo hacer modificaciones desde mi experiencia.
Puedo corregir, avanzar, replantear en lo propio porque lo llevo en la sangre,
porque lo mamé desde el comienzo, porque es lo más natural en mí. Basta de dar
vueltas a la montaña viendo los caminos y recolectando dudas, basta de gastar
la vida en la congoja de la incertidumbre, es hora de recorrer un camino recto
para subir la montaña donde me encuentro con otros honorables que subieron por
su sendero.